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{Los pezones rosados de Sierra}

Probablemente el día que conozcas a Iván Sierra digas: “No mames, ¿este pinche gordo, qué?”. Pero, después de las primeras palabras que cruces con él, cuando empieces a mearte de la risa con su extraño, psicótico y valeverguista sentido del humor, te percatarás de que debajo de ese afeminado acento norteño existe un mundo perverso que insiste en esconderse tras la personalidad perfeccionista de cualquier corrector de Vice que el mundo pueda tener.



En sus cuentos, ese mundo encabronado aflora con toda su agonía y violencia extrema. Iván no tiene pelos en la pluma: nos echa encima pedazos de mierda, tufo a culo, vómito, cachetadas, patadas y hasta sangre de niña muerta para que nos caguemos de miedo de nosotros mismos. (Porque, dejándose de mamadas, nos hace saber desde el principio que tenemos más de sus personajes de lo que pudiéramos llegar a imaginar). Pero la cosa no acaba ahí: Iván también nos ofrece la ternura, la nostalgia, las jodidas ganas de que alguien nos quiera, como contraparte y alternativa ante el horror del mundo. Y no se le olvida la imaginación: todas las chingaderas que nos pasan por la cabeza, todas esas oscuras fantasías, nos dejan desnudos, pues nos sacan de las greñas a nuestros yos más escondidos.